La experiencia vital y creativa van íntimamente unidas, una vida creativa, en realidad, es una vida atenta, receptora, abierta a la inspiración. El poder de lo creativo consiste en dejar que nos recorra, que fluya en nuestros actos y decisiones. Nuestro hacer es, entonces, un dejar hacer. La vida viva, luminosa, fluye por nuestras venas, se palpa en el latir del corazón, en la humedad de la mirada. Le permitimos ser, nos entregamos a su corriente y ella nos crea. La persona que se ha vuelto entera es una obra de arte viva. Cualquier acto que de ella emane será creativo. Su propia presencia será inspiradora.
La poesía es una ventana al conocimiento. A su través, se manifiesta el encuentro, el hallazgo, la idea que, abrumadora, se nos ha revelado verdadera. Si en la concepción creativa no hay virginidad hacia la idea inspirada, si no somos un cuerpo para su incubación y no la dejamos crecer para después desprendernos de ella, abortará el proceso, no será una obra viva, no mantendrá la intemporalidad por su carencia de esencia. También, en la vida cotidiana, cuando un acto se mezcla con pensamientos e intereses, cuando no se realiza dictado por esa pulsión inspirada que siempre nos señala la dirección a tomar, uno va errante y perdido, su vida deja de ser un nacimiento continúo, su vida se amortece.
Lo creativo exige estar siempre alerta, perceptiva, acogedora. Es un gesto interior que recorre la columna vertebral y la mantiene erecta. Es una dilatación sutil que expande el corazón y lo vuelve poroso. Es un sentido que nos regala visión y orientación. Cuando uno vive ese estar presente, latiendo receptividad, sabe que es su estado natural, o mejor, sabe que es la naturaleza de su ser. Entonces, el corazón abierto acoge un flujo de amor que circula de forma constante en el ser. Puede brotar continuamente, porque no encuentra obstáculos, porque no hay pensamientos enraizados, porque el cuerpo se ha vaciado, se ha transformado en matriz para la concepción y el nacimiento de la luz…